Derramar lágrimas es de humanos. De alegría, de tristeza, por una situación que nos supera o por soltar la presión que desde hace un tiempo nos lleva torturando y mermando la autoestima. Los motivos son individuales, intransferibles y adaptativos, como la propia acción, que acaba provocando un sentimiento de compasión o incluso de escarnio en el que lo percibe desde fuera y es un adversario carente de deportividad.
Lloramos todos, pero cuando lo hace un deportista de élite, que atesora en su cuenta bancaria más ceros que el peor estudiante de la historia de los institutos del Bronx, sorprende. Como si ellos, personajes que abren y cierran tanto temas de conversación como telediarios, fueran una especie de ente sin sangre, sentimientos o empatía con sí mismos. Hechos casi del material de un robot creado manual y artificialmente para actuar de manera mecánica, ser famoso y jugar al fútbol. No creemos que pueda vivir entre cuatro paredes, tener una familia por la que sentir apego y por la que sufrir de manera recíproca a causa de lo que públicamente se pueda proferir sobre ellos sin pudor.
Por eso cuando vemos a un chico de 19 años llorar a lágrima viva tras anotar un gol, arrodillado y clamando al cielo con claros síntomas de alivio, quedamos perplejos pero podemos hacernos una idea de la situación por la que está pasando. Fue Vinicius, pero pasado mañana será otro niño el que sufra esa presión inefable, y se aleje del motivo por el que empezó a jugar al fútbol. Y es que inevitablemente el montante económico que se ha pagado por el brasileño es indudable y real, lo que provoca que se le exija un resultado, que no sabemos si está lejos de la realidad o desajustado teniendo en cuenta la edad y el proceso natural de aprendizaje del futbolista. La irrupción del sorprendente Ansu Fati y sus comparaciones con el jugador del Real Madrid, no han ayudado a un Vinicius que se atreve, encara y busca escudarse en sus puntos fuertes para ganar la confianza necesaria que le haga alcanzar sus objetivos de resultado, esos que no dependen de ti, pero que marcan el futuro y cierran la boca de los críticos, que a fuerza de apretón de bufanda del rival al cuello, no reparan en mirar al niño que hay detrás del futbolista y que estalla en un llanto tan sincero como merecido y necesario tras superar la ansiedad por no marcar, como sucedió el pasado miércoles ante Osasuna en el Bernabéu.
La importancia de ajustar las expectativas en un punto idóneo puede marcar la diferencia entre el agarrotamiento y el desparpajo que necesita un jugador alegre, ofensivo y con calidad indiscutible como Vinicius. Por supuesto que debe suponer un reto para él, pero quizá no deba exigirse a sí mismo los números que hacía el portugués que dejó hueco el verano en el que llegó. Un deportista que exterioriza sus emociones como lo hizo el brasileño posee el beneficio de expulsar un sentimiento que llega a aterrorizar y se convierte en una pesadilla para el que se reprime. Saber escoger el momento en el que mostrarlas denota un control sobre ellas muy positivo, por ejemplo, tras marcar un gol puede ser una situación idónea para expresarlas, en lugar de en un lance del juego que pueda perjudicar al propio equipo. Su entorno deportivo va a favorecer su progreso en función del apoyo que muestre al jugador, al que deben proteger principalmente las figuras representativas, como capitanes y entrenador.
Las lágrimas de Vinicius hablan por sí solas acerca de un futbolista que quiere ganarse los galones que cree que merece en el campo, que porta el último dorsal de la primera plantilla y que con una edad más propia de empezar los estudios universitarios que de ser una superestrella mundial del fútbol, ha demostrado que sangra si le pinchas, se exige porque confía y que si le dejas un metro o te duermes, te la puede poner en la escuadra. No importa la bufanda que lleves anudada en tu cuello, si te gusta el fútbol, te gusta Vinicius.